¡Saludos! Hoy me he levantado con un antojo ineludible de un chocolate caliente, y no puedo evitar pensar en Casa María, uno de esos lugares que, como la Casa de los Loaiza y algunos otros, me hacen sentir como en casa. En estos rincones acogedores no solo disfruto de una taza reconfortante, sino que también me sumerjo en conversaciones enriquecedoras con grandes amigos.

En Casa María, suelo frecuentar la cafetería. Este lugar, siempre bullicioso, era el punto de encuentro de políticos, maestros y aspirantes, todos compartiendo un café o un desayuno. Hoy, sin embargo, experimenté una revelación que confirmó un viejo adagio: “Muere el rey, viva el rey”.

La cafetería ya no albergaba a esos que afirmaban que solo iban a desayunar, jurando con fervor que su única intención era disfrutar de una comida matutina, y no saludar o pedir favores a Melesio. Tampoco vi a aquellos que pregonaban que no necesitaban a nadie porque, según ellos, eran amigos de la infancia. Ni a aquellos que presumían de parentesco, algo que nadie realmente creía, aunque ellos insistían en que eran familiares cercanos.

Incluso, aquellos que manifestaban su dolor por el asesinato de Melesio y proclamaban su eterno apoyo a la familia, brillaban por su ausencia. Casa María, que alguna vez estuvo repleta de estos personajes, parecía haber perdido a muchos de sus visitantes habituales.

Así es, señores, así está Casa María. Un lugar donde las apariencias y las lealtades se revelan tan volubles como el vapor de un chocolate caliente. En cada sorbo, uno puede reflexionar sobre la naturaleza humana y la realidad de las relaciones sociales, que muchas veces están teñidas por la conveniencia y la temporalidad. Pero a pesar de todo, Casa María sigue siendo un refugio, un rincón donde el chocolate siempre sabe mejor y las conversaciones, aunque cambien de actores, nunca pierden su esencia.