Algo está ocurriendo en el comportamiento de la pandemia; también en la conducta de la gente. El ambiente se nota más relajado, la gente sale de sus hogares y transita con mayor confianza. Ya no se observa el miedo social de antes ni la tensión provocada por el confinamiento. La especulación ha bajado de tono, la información respecto al Covid se ha encausado por rumbos más ciertos; los medicamentos son radicalmente distintos a los del principio, hay menos camas ocupadas en los hospitales y la gente ya ve más cerca la posibilidad de la vacuna.
También en las farmacias, hace un mes aún abarrotadas, ha disminuido la clientela al igual que en los consultorios médicos. La especulación y el abuso de las farmaceuticas han ido a la baja, pero dejan marcada la huella despreciable del pillaje, la rapiña y el robo a una población desesperada y muerta de miedo. Lo han hecho por cierto, en las barbas de un gobierno que no aplicó la justicia y no encuentra aún la forma de meterlas en cintura.
Volvamos al tema: Hay otro factor que ha determinado la conducta de la gente en general. Más allá de la irresponsabilidad de muchas personas que en su momento generaron rebrotes del mal en diversas regiones, hoy, de acuerdos a expertos en el campo de la neurología, el cerebro ha vencido al pánico, al miedo profundo ante la muerte, y eso justamente ha ayudado para que los procesos químicos del cuerpo entren en equilibrio y las células se protejan de mejor manera ante el virus mortal que penetra por las partes más débiles. De ahí que las presas más apetitosas del Covid sean las personas con enfermedades crónicas degenerativas.
De acuerdo a la investigadora Casandra Hernández, “el cuerpo de los seres humanos es un sistema compuesto por células, las cuales forman los tejidos (incluyendo al cerebro). Mediante las células el cuerpo humano lleva a cabo las funciones vitales para vivir y tiene procesos que son básicos a través de los órganos esenciales sincronizados que se agrupan en subsistemas para que el cuerpo funcione adecuadamente”.
Por su parte, Aina Ávila Parcet y Miguel Ángel Fullana Rivas, dos investigadores sobre el miedo en el cerebro humano dicen que “el miedo es una respuesta que se activa desde el cerebro ante una posible amenaza. Esto origina cambios en la fisiología, los pensamientos y la conducta”.
La verdad nuestro miedo sigue activo ante la amenaza del Covid, pero también ha disminuido. A medida que nuestro cerebro ha recibido y procesado información que le genera certidumbre, aunado al descenso de los riesgos, nuestros pensamientos van venciendo al miedo extremo. Lo anterior significa que, al mismo tiempo, el funcionamiento de nuestras células se fortalece y se vuelven menos débiles ante un virus que es mortal, que despedaza con voracidad y en pocas horas nuestros órganos vulnerables.
En el pico de la pandemia, un médico amigo me comentaba que la gente había caído en una especie de “hipocondría colectiva”. Una leve sensación de gripe, un dolor normal de garganta, una tos o estornudos que provoca el ambiente eran suficiente como para que muchos pensaran en la posibilidad de estar infectado por Covid. Era una locura ver cómo la gente desfilaba por su consultorio visiblemente nerviosa, alterada. No era para menos porque al virus mortal lo acompañaba otro no menos mortal: La propaganda del miedo. Sumado a ello lo inédito de su comportamiento que, a los ojos de la comunidad médica honesta, no era fácil descifrar.
Tuvieron que pasar semanas para que la comunidad médica desafiara el aún sospechoso empecinamiento de la Organización Mundial de la Salud de usar solo paracetamol al principio de la infección y recluir a los enfermos en casa. Para muchos médicos serios era inaudito no atacar al virus con medicina antiviral y con des-inflamatorios para ayudar a los pulmones. El desafío tímido del principio se convirtió luego en un clamor, y después en la aplicación independiente de medicamento que sí dieron resultados porque evitaron más muerte de las que ahora se han producido.
Por cierto, hay que reconocer, igualmente, que la fe en el Dios de los creyentes ha contribuido positivamente en todo este tiempo. Vimos y compartimos oraciones por los enfermos y por los muertos y nos solidarizamos con la desgracia de los más vulnerables.
LOS COLORES DE LA ESPERANZA
Es cierto que la estadística funesta poco a poco cede y la curva descendente es notoria. La puesta en marcha del llamado semáforo de reactivación social, económica y educativa, que se presentó desde mediados de mayo, ha ido de la mano de los propios estragos del Coronavirus.
Tres meses en los que prácticamente la mayoría de los estados del país de mantuvieron en rojo. Hoy, afortunadamente, la lucha contra el demonio invisible poco a poco avanza y son los colores naranja y amarillo los que prevalecen. Son diez estados en semáforo amarillo, veintiún en color naranja y solo Colima en color rojo, lo que se traduce en un avance importante hacia el semáforo verde en el que se abrirán el total de las actividades económicas incluyendo las escuelas, las actividades no esenciales y la apertura de espacios de esparcimiento público.
En el semáforo amarillo, en el que por ahora están 10 estados del país, se mantienen los protocolos de salud e higiene y se reincorporan con normalidad las actividades no esenciales. Lo anterior implica que se reactivan los servicios en espacios públicos tanto abiertos como cerrados, sobre todo vigilando la salud de los más vulnerables.
En cuanto al semáforo naranja en el que se inscriben 21 estados, se mantienen medidas de salud y se avanza hacia la apertura de actividades no esenciales; se abren los espacios públicos con un aforo limitado y se aplica la sana distancia entre los asistentes. Igualmente las personas con enfermedades crónicas degenerativas retoman sus actividades pero con medidas sanitarias rigurosas.
Ya sabemos que en el semáforo rojo se mantuvieron solo las actividades no esenciales, todas las medidas de salud e higiene, los espacios públicos cerrados, confinamiento estricto a las personas vulnerables y la prohibición absoluta a las actividades escolares y deportivas. También debe convertirse en reto no regresar a esta pesadilla.
Hagamos todo lo que esté de nuestra parte para acercarnos a los terrenos del semáforo verde, el color de la vida y la esperanza, que lo demás lo hará sin duda la vacuna en la que tenemos puesta toda nuestra fe.