La condolencia ante la desgracia ajena distingue a los de Culiacán. En algunas comunidades rurales vecinas y en los barrios viejos, cuando la desgracia o la muerte toca a la puerta de algún vecino, calla la música y cesa la algarabía. Solidaria, la gente suspende el baile o los festejos porque “hay cuerpo” (velación).
Este rasgo, que enaltece a un pueblo sojuzgado y afamado por la presencia del narco y la violencia crónica, parece estar en peligro de extinción.
Con el cada vez más socorrido “cada quien su pedo”, los culichis disculpamos nuestra indiferencia e, inconscientes, normalizamos lo trágico y el horror.
Sin respeto a las familias, tratándose de un asesinato, por ejemplo, en Culiacán es común escuchar una sentencia inmediata y expedita: “¡andaba mal!”. Sin conocer a la víctima, ni su pasado, ni sus actividades, clavamos la estaca sin misericordia: “se lo buscó”.
Hace días, cientos de usuarios de las redes sociales reaccionaron con desdén y hasta mofa ante la muerte de una joven estudiante de Arquitectura y de un joven motociclista.
El evento fue ocasión para pretexto para juzgar con furia y determinar que los atropellamientos de personas son consecuencia no de la infraestructura urbana inadecuada, ni de las altas velocidades y la pésima conducción que distingue a una gran parte de los conductores, sino, en pocas palabras, de la irresponsabilidad de las propias víctimas al cruzar las calles.
Aprisa, éstos sentenciaron que estos deben obligar a los diputados a hacer leyes con multas fuertes y cárcel contra los peatones que no usen el espacio público “debidamente”.
El suceso, por supuesto, causó dolor en ciudadanos que lamentaron la pérdida de estas vidas y la falta de infraestructura para el cruce seguro de miles de peatones entre CU y el Jardín Botánico y produjo una reacción inmediata del rector Juan Eulogio Guerra, quien anunció que la UAS y el Ayuntamiento de Culiacán efectuarán una intervención urbana en el entorno de Ciudad Universitaria para prevenir y corregir riesgos.
Estas tragedias convierten a Culiacán en uno de los municipios de México –INEGI- con mayor número de accidentes viales y de muertes en choques o por atropellamiento. Asómbrese (si usted conserva capacidad de asmbro): en 2015 ocupamos el primer lugar nacional por número de niños fallecidos en las calles en este tipo de siniestros.
Con los nuevos modos implacables de enjuiciar a los otros, ¿podremos satanizar “el descuido” de estos niños que ya no viven y solapar que los conductores culichis seamos tan irresponsables, si no es que criminales?
En Culiacán se libra una batalla despiadada entre los peatones y medio millón de vehículos manejados por los peores conductores del país (dicho por nosotros mismos con jactancia). En esta lucha, estamos en desventaja plena ante miles de autos convertidos en armas mortales.
En Culiacán se asoman características propias de urbes caóticas, donde el ser humano es amenazado por la pobreza, la segregación social y la indiferencia de miles de personas que no vemos ni entendemos las necesidades de ‘otros’.
Sin más opción, desde hace muchas décadas, Culiacán adoptó una cultura global generada por el boom de la industria automotriz en los albores del siglo pasado, según la cual el diseño de las ciudades debe obedecer a las exigencias de los automovilistas.
Así, en las ciudades olvidamos al peatón, aunque muchas urbes han reconvertido esta tendencia y son ejemplo ahora de sustentabilidad.
Parece inalcanzable, pero soñemos. Algún día, cuando el futuro nos alcance, quedaremos obligados a hacer lo mismo que aquéllos, aunque a un costo cada día mayor en la medida que dilatemos el momento de arranque o del grado de complicación que alcance este problema de salud pública.
¿Qué ocurrirá si la expansión de la mancha urbana sigue sin control, ni planificación, y si perseveramos en el abuso de los autos como modo casi único de transporte?
Aunque parece utópico esperar que suceda un cambio en las formas de diseñar y de utilizar el espacio público, la buena nueva es que otros pueblos lo han conseguido.