El gobierno estatal responderá en breve a la solicitud de aumento a las tarifas del transporte público urbano y de otras modalidades. Lo que resuelva, será ruidoso.
El autorizar un aumento implica un golpe a la depauperada economía popular, pero –paradójicamente- rechazar sus peticiones sin ofrecer paliativos significaría ignorar la contundencia de los números y poner a este sector en mayor desventaja.
Los transportistas llegan a la mesa con argumentos impecables: los aumentos a los insumos que consumen todos los días son reales y descapitalizan a sus empresas.
Pero la percepción social respecto de la calidad del servicio no les favorece. La gente supone que los transportistas son multimillonarios y acusa que el trato de los conductores es pésimo; el común de la población califica al transporte de Culiacán como “el peor” del país, lo cual parece falso, aunque es posible comparar la edad y las condiciones físicas de las unidades con cualquier ciudad media del país y comprobar que Culiacán ofrece un buen equipo de transporte.
Las tarifas actuales fueron autorizadas el 27 de julio de 2017, fecha en que las personas con discapacidad de todo Sinaloa –además de los estudiantes y otros grupos vulnerables- empezaron a gozar de un 50% de descuento, pero, a pesar de otorgar estos beneficios sin obtener ninguna retribución a cambio, los transportistas son vistos como los chicos malos de la película.
El costo del diesel registró en ese lapso (27 de julio de 2017-31 de mayo de 2019) un alza significativa: de 17.03 pesos por litro, aumentó a 21.33 pesos (4.30 más). Para dimensionar los efectos de este incremento, calculemos: con una carga diaria de 150 litros, cada autobús gasta 16 mil 770 pesos más cada mes y 201 mil 240 más al año ($4.30 x 150 litros X 26 días de operación al mes), independientemente de los sobre-costos de operación que genera el aumento a los precios de otros insumos básicos: llantas, refacciones, aceites, filtros, pintura y mantenimiento de carrocerías, seguros de daños a terceros o amplios, sueldos y otros.
El esquema de revisión, por cierto, parece obsoleto. Obedece más a aspectos sociales que a elementos técnicos, y los resultados buscan el objetivo de no lesionar más la economía de las familias, una función que el gobierno debe cumplir. Así, quizá el esquema deba ser más riguroso y quedar a cargo de un grupo especializado que cada trimestre evalúe y certifique los costos reales.
La discusión mediática sobre el tema inicia a partir de una conclusión: que los transportistas quedan a deber a la sociedad, sin espacio para el análisis ni el reconocimiento de sus desventajas.
En Sinaloa, el ingreso único del transporte son las tarifas autorizadas, mientras en otras ciudades reciben subsidios o subvenciones que les permiten sostener la calidad del servicio.
La pregunta es qué debemos hacer para gozar de un sistema de transportación de primera clase a costos bajos, como ocurre en otras ciudades. Inevitablemente, el camino inicia con una conversión del sistema de administración y operación, la consecuente desaparición del llamado “hombre-camión” y el establecimiento de un sistema de subsidios.
Hay que reconocer que un sistema de transporte de primera categoría cuesta y que corresponde al Estado aportar subsidios u otros estímulos para evitar que el costo recaiga sólo en la población o en los mismos empresarios del transporte, quienes subsidian la mitad de los costes a diversos grupos vulnerables de su bolsa.
Deberemos definir también si este es un bien de segunda clase o un servicio de primera. Con base en esto, el gobierno local debe decidir si hace lo que otros han hecho: subsidiar estos sistemas en bien de los usuarios y no de los empresarios del ramo, como podría entenderse.