La muerte de un ser querido es una experiencia desgarradora que deja cicatrices profundas en nuestra alma. La pérdida de un padre, una madre, un hermano o una hermana es un dolor que puede ser sobrellevado con el tiempo, pero perder a un hijo es un sufrimiento que se siente como una herida permanente; un vacío que nunca se llena. Recuerdo vívidamente a mi madre, devastada tras la trágica muerte de su hijo. Su lamento resonaba en cada rincón de nuestra casa, y sus palabras todavía me persiguen: “¿Por qué él? Mejor que me hubieran llevado a mí”. Esa desesperación se convierte en un eco que resuena en la memoria, recordándonos la fragilidad de la vida y el profundo amor de una madre.
Ayer, Culiacán fue testigo de una escena que jamás imaginé ver en mi vida: un pueblo entero, lleno de rabia y lágrimas, levantándose en un grito unánime por justicia. La indignación fue palpable tras el brutal asesinato de Alexander, Gael y su padre, víctimas de la ola de violencia que ha asolado nuestra sociedad en los últimos meses. “¡Con los niños no! ¡Queremos paz!” resonaban sus gritos, un clamor que no solo se escuchó en cada rincón de la capital, sino que también se extendió a lo largo y ancho de México y más allá. Era un eco de desesperación que no podía ser ignorado.
Los manifestantes, todos vestidos de blanco como símbolo de unidad y paz, tomaron la arteria principal de la ciudad. Entre ellos, no solo había adultos; muchos niños, con sus pequeñas manos levantadas y voces firmes, se unieron al coro de exigencias. La multitud, unida en su dolor y frustración, se dirigió al ayuntamiento, pero al no recibir atención, decidieron marchar hacia el gobierno del estado. Fue un acto de valentía, un símbolo de que el pueblo ya no se quedaría callado ante la tragedia que lo ha envuelto.
El ambiente se tornó tenso a medida que la marcha avanzaba. Hombres, mujeres, niños, maestros y profesionistas se unieron en un solo grito: querían respuestas. La frustración acumulada por la inacción y la indiferencia de las autoridades se hizo evidente. En un momento de desbordamiento, los ánimos se encendieron. Los cristales de los edificios fueron quebrados, y los muros que separaban a los ciudadanos de sus gobernantes se removieron. Fue un momento de quiebre, un reflejo de la impotencia de un pueblo que ya no puede soportar más.
Mientras la protesta se intensificaba, no faltaron las voces críticas que desde la distancia intentaron descalificar el movimiento. Algunos se atrevieron a opinar que “no era la manera” de actuar, argumentando que la violencia solo genera más violencia. Un diputado, en un intento por quedar bien, se refirió a los manifestantes como “malditos idiotas” que se aprovechan de las tragedias ajenas. Mientras tanto, la diputada Tere Guerra intentaba justificar a aquellos que deberían protegernos, y otros se atrevían a culpar al polarizado de los vehículos, como si eso fuera la solución a la crisis de seguridad que enfrentamos.
Ante esta situación, la pregunta que quiero plantearles a todos ellos es sencilla: ¿qué harían si estuvieran en esta situación? Si sus propios hijos fueran los que perdieron la vida en este contexto de violencia, ¿seguirían con esa actitud pasiva? Yo, con el corazón hecho añicos, no podría quedarme de brazos cruzados. Con el dolor y la furia ardiendo en mi pecho, quemaría el gobierno, el congreso y los ayuntamientos. Tumbaría cualquier cristal que se interpusiera en mi camino, porque la rabia y el sufrimiento de un padre o una madre que ha perdido a un hijo son fuerzas poderosas que no se pueden contener.
Exigiría resultados concretos en materia de seguridad y no solo la salida de Rocha, sino de todos aquellos que hoy forman parte de su gabinete. Porque estoy convencido de que si fueran sus hijos los que estuvieran en el centro de esta tragedia, no estarían tan tranquilos. La indiferencia de quienes gobiernan es inaceptable, y su falta de empatía se convierte en una ofensa a la memoria de aquellos que han perdido la vida.
Hoy, más que nunca, es imperativo dejar en claro: ¡CON LOS NIÑOS NO! Exijamos justicia para estos angelitos que nos arrebataron. La voz de un pueblo dolido debe retumbar hasta que aquellos que tienen el poder escuchen y actúen. La lucha por la paz y la justicia es una responsabilidad de todos, y no podemos quedarnos callados frente a la injusticia. La ira y el dolor de un pueblo no pueden ser ignorados, y hoy, más que nunca, debemos unirnos y alzar la voz contra la violencia que nos consume.
Es hora de que los gobernantes comprendan que no pueden seguir haciéndose de la vista gorda mientras el pueblo sufre. Es hora de que sientan el peso de su responsabilidad y actúen en consecuencia. La vida de nuestros niños y la seguridad de nuestras familias no son un juego ni un tema de política; son una prioridad. Así que, a todos los que están en el poder, les pregunto nuevamente: ¿qué harían si hubieran sido sus hijos?