La situación del PRI en Sinaloa ha alcanzado niveles críticos que no pueden pasarse por alto. En un contexto político donde la confianza y la credibilidad son bienes escasos, el partido se encuentra inmerso en una crisis que parece no tener fin. La elección de 2024 fue un golpe devastador que evidenció la fragilidad de su estructura y el desprestigio que ha acumulado en los últimos años. No solo se trata de una derrota electoral; se ha desnudado la incapacidad de la dirigencia actual para conectar con una militancia que clama por un cambio.

Desde 2018, hemos sido testigos de un declive constante, que se intensificó en las elecciones de 2021 y culminó en un 2024 que dejó al PRI en una situación de vulnerabilidad extrema. La pregunta que todos se hacen es: ¿qué ha pasado con el PRI y por qué sus dirigentes parecen ajenos a la realidad que enfrenta?

La imagen del partido está manchada por una serie de escándalos y acusaciones que apuntan a una clase dirigente más interesada en el poder y el beneficio personal que en servir a la militancia y a la ciudadanía. Los términos que se utilizan para describir a los actuales líderes son contundentes: “simuladores”, “traicioneros”, “vividores”. Esta percepción ha erosionado la confianza de los pocos militantes que aún quedan, quienes, desesperados, claman por un cambio de dirección. La falta de respuesta a estas demandas es, en sí misma, un signo de la desconexión que existe entre la dirigencia y las bases.

Paola Garate, actual líder del PRI en Sinaloa, ha sido un foco de controversia. En lugar de asumir un papel proactivo que busque reconstruir la credibilidad del partido, su gestión ha estado marcada por intentos de colocar a sus allegados en posiciones clave. Este tipo de maniobras solo alimentan el nerviosismo entre los militantes, quienes ven en estas acciones un intento de perpetuarse en el poder, ignorando las voces que claman por una renovación. La lealtad a un grupo de amigos no puede ser el criterio para elegir a quienes deben guiar a un partido que, en su esencia, debería representar a la ciudadanía.

En una reciente entrevista, Bernardí Antelo, secretario general del PRI, dejó entrever la posibilidad de un cambio si así lo exigía la militancia. Sin embargo, esta declaración suena más a un intento de apaciguar las críticas que a un verdadero compromiso por transformar el partido. La pregunta que queda en el aire es: ¿por qué no se aplica esta lógica a la dirigencia actual? Si realmente hay voces dispuestas a asumir el desafío de liderar con responsabilidad y compromiso, ¿por qué no se les da la oportunidad de hacerlo?

El PRI en Sinaloa enfrenta un cáncer que, si no se atiende, terminará por consumir lo que alguna vez fue un partido fuerte y respetado. La historia nos ha enseñado que los cambios no llegan solos; requieren valentía y la disposición de aquellos que están al mando para dar un paso atrás y permitir que nuevas caras y nuevas ideas tomen el control. La dignidad y el futuro del partido dependen de decisiones difíciles que deben tomarse ahora.

Es hora de que el PRI asuma su responsabilidad y actúe en consecuencia. No se trata solo de un cambio de líderes, sino de una transformación profunda que devuelva la confianza a la militancia y a la ciudadanía. El clamor por un cambio es un grito de auxilio que no puede ignorarse. El tiempo de la complacencia ha pasado; el PRI en Sinaloa necesita un liderazgo que esté dispuesto a enfrentar la realidad y a construir un camino hacia la recuperación. Sin este cambio radical, el partido seguirá en caída libre, arrastrando consigo las esperanzas de un futuro mejor. La proyección para las próximas elecciones no puede ser más sombría si no se toman cartas en el asunto. El futuro del PRI depende de su capacidad para renacer de sus propias cenizas.