Desde que el actual gobierno tomó protesta, el epicentro del conflicto ha girado en torno a la autonomía de universidades y diversas dependencias. Con un discurso vehemente y contundente, defienden la “verdadera” autonomía, según sus propias interpretaciones. Este mismo argumento ha sido replicado en repetidas ocasiones por el Congreso del Estado de Sinaloa. Sin embargo, cuando se les inquiere sobre su propia autonomía, la expresión de sus rostros cambia rápidamente, y con firmeza declaran: “Nosotros somos un poder independiente”. La ironía es palpable, y a veces hasta risible.
En días recientes, el gobernador Rubén Rocha Moya tomó varios ejemplares de periódicos, los enredó, los mojó y, en una acción metafórica, se los lanzó en la cara a sus críticos. Dejó claro que hoy es “hombre refiriéndose a Feliciano Castro” y que ahora “toca a mujer”, refiriéndose a Teresa Guerra. Este acto dejó en evidencia lo que todos ya sabíamos: el gobernador es quien da las órdenes y determina el curso de las acciones.
No es un secreto que muchos esperaban que el líder del ejecutivo cambiara de parecer y no enviara a Teresa Guerra a ocupar ese puesto. Recordemos que su gestión como Secretaria de la Mujer fue, cuanto menos, polémica. Las mujeres no encontraron en ella una aliada, sino más bien una figura que defendió a aquellos a quienes tanto criticaba. Mostró su verdadero rostro, enseñando el cobre en su desempeño.
Ahora, si su comportamiento en materia legislativa refleja el que tuvo como Secretaria de la Mujer, el panorama se vislumbra sombrío. La incertidumbre y el temor se apoderan de la opinión pública. ¿Qué podemos esperar en términos legislativos? La respuesta es inquietante: posiblemente más de lo mismo, o peor.
En este escenario de aparente autonomía y poder independiente, la realidad nos muestra un teatro de marionetas donde las cuerdas son movidas por el mismo titiritero. El discurso de autonomía queda entonces como una mera fachada, una ilusión que se desvanece ante la evidencia de un control centralizado y autoritario.
La esperanza de cambio se va diluyendo, dejando a la ciudadanía en una suerte de resignación y escepticismo. En este juego de poder, la verdadera autonomía, tanto de universidades como de dependencias, sigue siendo una utopía lejana. ¿Quién podrá rescatarla? Solo el tiempo lo dirá, mientras tanto, “Dios nos agarre confesados”, como bien se dice por ahí.
Esta realidad nos invita a reflexionar sobre la autenticidad de las promesas políticas y la verdadera intención detrás de los discursos. La autonomía no debe ser solo una palabra en el léxico político, sino una práctica real y efectiva que beneficie a la sociedad en su conjunto.