Al rebasar México 1 millón de casos y rozar las 100 mil muertes, es válido alertar: ¡Sálvese quien pueda!
México ocupa ya el lugar 4 por número de muertes y el 11 por número de casos positivos en el mundo.
De seguir la tendencia actual en el comportamiento de la pandemia, para enero de 2021 podría haber aquí entre 130 mil y 157 mil fallecimientos.
La naturaleza del virus, aunado a algunas malas decisiones oficiales (en marzo no había filtros sanitarios en los aeropuertos del país, ni se han aplicado pruebas masivas para detectar y cortar cadenas de contagio, por ejemplo) hacen estragos.
¡Sálvese quien pueda!, entonces, aplica a todos:
A quienes siguen las reglas de prevención; a los que se ven obligados a salir de casa en busca del sustento diario (no trabajas, no comes); a los que creen a pie juntillas que esto es una conspiración para imponer un nuevo orden internacional y a los despreocupados que ignoran las advertencias (“no pasa nada”).
También a ex-universitarios, ex-funcionarios jubilados y otros que gozan de cheques seguros y pueden darse el lujo de quedarse en casa.
El clima social, para colmo, se ha perturbado.
Desde un lugar de privilegio, por ejemplo, algunos ciudadanos “especiales” satanizan a todo aquel hombre o mujer que ose salir en busca de pan o, peor aun, de recreación.
Desde un nivel “superior”, se califica a otros de “estúpidos”, en un intento de minimizar los errores cometidos por el sector público en la conducción e la pandemia.
No hay que ser. Sonará inadecuado, pero quizá la lección más valiosa de la pandemia sea que, con dinero o sin dinero, todos somos iguales (si alguien dice lo contrario, miente).
La muerte acecha y no distingue. El COVID-19 es una incógnita.
Lo mismo mata a un rico que a un pobre; al culto que al ignorante, al que le teme y al que no. Contagia igual a quien ha permanecido en casa que a quien sale de ella.
Hay casos de ancianos con 90 a cuestas que sobrevivieron ilesos, y de jóvenes que fallecen de manera inexplicable.
Hay casos de familias completas contagiadas que han desaparecido, lo mismo que familias enteras que sobreviven sin soportar sintomas graves.
Los médicos y los científicos siguen sin respuestas claras sobre estos contrastes.
Pero como sociedad podemos y nos conviene ver esto de otra manera.
Nos debemos un poco de empatía o, si usted quiere, de misericordia.
Miles o millones de ciudadanos, a causa del encierro, el desempleo o la pérdida de seres queridos, padecemos ahora los efectos de la otra pandemia: la que origina depresión, estrés, soledad y desesperanza.
En catástrofes anteriores (sismos, inundaciones) descubrimos que el mejor recurso para levantarnos de las desgracias es la solidaridad de unos con otros.
Algunos pudimos rescatar sobrevivientes de los escombros, otros donamos agua purificada, ropa, cobijas, medicamentos y otros víveres a las zonas críticas, o depositamos dinero. Oramos también por los muertos y los damnificados.
En la circunstancia actual todos tenemos algo que ofrecer y poner para evitar que la pandemia se convierta en un motivo más de confrontación y de polarización social o política.
Cuando no sabemos cuándo, ni cómo amainará esta desgracia, no sobra ofrecer una pizca de amor a través de la tolerancia, la colaboración económica, el respeto a las reglas de convivencia, la compasión (todos estos sinónimos del amor) u otras obras humanitarias. Estas son formas de hacer algo por el prójimo. Y no es solo por los otros. Al fin, lo que compartimos es para nosotros y los nuestros.
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