Mis hijos y cientos de vecinos del sector escucharon el miércoles pasado ráfagas de rifles repetidas y, otra vez, se aterraron. El miedo no anda en burro.
Uno quisiera estar en paz, pero el trauma que significó el 17 de octubrepasado está presente, no ha sanado.
Hoy todos sabemos también que hay un caso comprobado de Coronavirus en Culiacán y, quizá sin sustento, esta nota generará también un temor que podría convertirse en una fuente de pánico.
Ojalá no sea así.
De alguna forma, los culichis creíamos que estábamos curados de espantos ante los consuetudinarios hechos de violencia. Pero no es así.
El gobernador de Sinaloa y el alcalde de Culiacán piden que no magnifiquemos el asunto de la inseguridad. Me doy por aludido.
En el manejo de la información, hemos evitado antes propagar información sobre hechos policiacos, pues esta es una forma de hacer apología de la violencia.
Sin embargo, después del 17 de octubre y de la ola de desapariciones y asesinatos de jovencitas en Sinaloa y México, muchos creemos que esta línea editorial ‘políticamente correcta’ en nada contribuye a acabar con estos problemas.
El silencio ante ello es similar a la práctica de acallar los secretos familiares -los penosos, sobre todo- por miedo a las consecuencias de su revelación o por vergüenza.
Algunos especialistas en estos temas, no obstante, sugieren hacer visibles y confrontar los acontecimientos familiares del pasado como remedio a la transmisión generacional de traumas y enfermedades. Socialmente, quizá debe ser lo mismo.
Pero no todo está perdido. Hay mucho por hacer.
Después del 17 de octubre, la sociedad y las instituciones académicas y de gobierno debimos crear por primera vez en la historia espacios de reflexión y estudio para conocer objetivamente qué sucede en Culiacán. Solo así podremos crear verdaderas políticas públicas y acciones eficaces contra este mal de males. No lo hicimos.
Aún es tiempo. Ya vemos que la alegría de un gran carnaval o de una feria concurrida no bastan para desterrar el virus de la violencia, profundamente arraigado en nuestras estructuras sociales, políticas y económicas. ¿A qué le tememos?