Las guerras contra el narco han dejado dolor, muerte y abandono.
También engendraron un resentimiento tras-generacional en personas y comunidades condenadas bajo prejuicios rancios y el supuesto aberrante de que vivir en ciertas localidades es estar ligado al crimen.
Los boletines y la narrativa oficial, acotados al conteo de bajas y decomisos, han extendido una mancha por la cual los sinaloenses son percibidos como “inaceptables”.
Para borrar el estigma, no ha sido suficiente difundir las bellezas de Sinaloa, la calidez y la hospitalidad de su gente y las aportaciones de esta tierra.
La brutalidad de eventos repetidos de alto impacto en todo el país demuestra que este mal de muchos males no es privativo de Sinaloa.
También, el tamaño de la mácula, para desaparecer, requiere de estudio y diseño de políticas públicas integrales que corrijan hasta las formas de generar riqueza.
El narco y sus secuelas no es objeto de estudio sistemático y no existe en Culiacán un centro de investigación de esta materia.
Ignoramos las causas que originan y han enraizado aquí al narco y sus manifestaciones.
Además de la elección de delinquir, entre las causas quizá esté la ausencia en las comunidades de aparatos de justicia eficaces, de prevención y sanción del delito, de educación, de empleos lícitos, de esperanza y, en contraparte, en la presencia de formas nefastas de dominación de parte del hampa y otros caciques.
En varias entidades, las últimas semanas sucedieron episodios trágicos en diversos lugares. En agosto contamos decenas de asesinatos. Y en septiembre también. Ante ello, el Presidente Andrés Manuel López Obrador dijo que en algunos estados hay mayor presencia de la delincuencia y que a esas zonas dedica atención especial su gobierno.
En cambio, en Sinaloa, Durango y Nayarit la incidencia delictiva iba a la baja, avaló.
Pero en Sinaloa, después de décadas de campañas contra el narco, persiste ignorancia, pobreza, cultivo y trasiego de droga y violencia en algunas zonas.
Tales circunstancias develan que los objetivos de las campañas “contra las drogas” no eran rescatar a la población de la miseria y del atraso.
Combatir con fuego al fuego, sin mejor garantizar mejor educación, salud, desarrollo económico equitativo, empleo y otros benefactores, propicia el éxodo en las comunidades y hasta una forma de organización que parece rebasar al Estado mismo: el Cártel.
Junto a los cárteles irrumpió en la escena un prototipo del sinaloense “violento”: El Narco, un estereotipo que muestra lo ‘malo’ de estos personajes y oculta sus orígenes. Son embargo, es innegable que están ahí el hartazgo por miseria, ambición de poder y riqueza o hasta actos de lealtad a tradiciones familiares.
La conversión del prototipo muestra signos claros: las ranger y las cheyenne de los gomeros clásicos fueron sustituidas por autos deportivos de alta gama; las botas saca-huicos por zapatitos o tenis de telas finas de marca exquisita; la Thompson por la AK-47 y los Barret .50; la pantalones de mezclilla por sintéticos entallados; el rancho y los caballos por la mansión-fortín en la ciudad. La música ejecutada con la tambora, la tuba, el clarinete, la trompeta, el trombón y la tarola, y las canciones clásicas: La Cuichi, El Sauce y La Palma, El Coyote, Juan Colorado, Cinco de Chicle y El Niño Perdido, entre otras con las que el sinaloense aprendió a cantar y a bailar desde su infancia con alegría única, que quedaron para recrear la nostalgia y cedieron a los narcocorridos alterados que entronizan al Capo, que cantan a la muerte, que promueven vanaglorian el sicariato y ensalzan el desmadre.
El estigma facilita la condena y la criminalización de los sinaloenses sólo por serlo, mediante un juicio pronto, fácil e inclemente.
Abramos los ojos: si no sabemos cómo sucedió esto, en consecuencia, parece imposible encontrar cómo salir del infierno.