Los niños de los 60 y los 70 éramos los dueños de las calles y de los parques. Por tanto, aprendimos muy temprano algunas reglas básicas para eludir peligros. ¿Balazos?, ¡al suelo!; si observan a alguien armado, ¡huye!; si te amenazan, ¡calla!
Este código de los 60, increíblemente, es útil aún hoy.
La ciudad se pobló aprisa después del boom que detonó la Presa Sanalona en los 40 y extendió sus límites con una telaraña de calles sobre lomas, arroyos y cauces de sus tres ríos, con absoluta falta de respeto al medio ambiente.
Culiacán respiraba un aire con olor a estiércol de bestias que jalaban las Arañas y las carretas.
Sin una visión urbana definida y la mira inmediata de crecer, los de Culiacán (como los de Chihuahua, Juárez, Tijuana, Hermosillo y otras urbes) soñábamos un sueño americanizado que arrasó de tajo nuestra identidad un patrimonio arquitectónico que conocemos sólo por fotos.
Gobernantes, inversionistas y ciudadanos aspiraban a construir una ciudad tipo USA (¿Los Ángeles?), un modelo aún anhelado: la metrópoli extensa, autopistas urbanas, auto para cada persona, hacinamiento, rascacielos y otros elementos que sugerían progreso, placer y riqueza.
“¡Ah, cómo crece Culiacán, cuantos carros!”, nos solazamos.
La población de este pueblo aislado durante más de 400 años, de sólo 22 mil habitantes en 1940, creció a 48 mil en 1950, a 85 mil (1960), escaló a 167 mil (1970), a 304 mil (1980), a 415 mil (1990), a 540 mil (año 2,000), a 675 mil (2010) y a aproximadamente 850 mil en este momento, con lo que la concentración demográfica este día es 38.6 veces mayor a la de 1940.
Sin planeación, ni ordenamiento, ni recato, construimos una ciudad chata, horizontal e insaciable, que podría devorar pronto los lomeríos de Imala, los terrenos agrícolas irrigables del valle, Las Siete Gotas, El Tule y hasta el Cerro La Chiva.
La ciudad está atascada de autos y traumatizada también por expresiones de violencia común y de alto impacto aun peores que las del pasado, las que conocimos aquellos niños que ya vivíamos como hoy: bajo el fuego.
Ya nos despertaba el estruendo de las metralletas con que remataban en el Ovalles a hombres heridos a cualquier hora.
Cómo olvidar la escena: engañado con el simulacro de un choque entre autos, salió a la calle Don ChicónOchoa, caminó confiado y con paso lento hacia la muerte que esperaba por él a 35 metros de su casa, y ¡pum-pum!, en dos segundos cayó inerme en la esquina de Guerrero y Escobedo.
Ingenuos, corríamos también a la cantina El Cuarto Bat a verificar que mataban a alguien. Nos familiarizamos con ver cómo muere la gente acribillada y supimos muy temprano que la vida escapa a bocanadas y a través de hemorragia.
Fuimos testigos de sucesos que incubaron la fama nuestra de ciudad violenta, mas no aprendimos qué hacer para frenar la decadencia.
A Culiacán llegaban tranvías –camiones Tropicales- de Los Altos con gente que venía a vender lo propio y a comprar manteca de puerco, cueros, petróleo, harina, hielo en aserrín, refrescos y otros básicos en los mercaditos Rafael Buelna y de Tierra Blanca.
En estos mercados se topaban personas “emproblemadas” y cobraban sus venganzas.
Según los adultos, había de por medio latas mantequeras con de goma de opio o los amores de una mujer.
En el Buelna funcionaba ya una terminal de camiones, y los pioneros de Líneas del Oriente tenían una propia –El Doradito– , de donde salían los primeros omnibuses de las rutas del sur, hasta Cosalá y San Ignacio, y del oriente, más allá de Tamazula.
De los altos de Sinaloa y de Durango bajaban los “buchones” auténticos: rancheros güeros y estirados con huarache de tres puntadas y cuello –Buchi, decimos aquí- pronunciado, afectados por la carencia de yodo en el agua que ingerían.
El crecimiento de la ciudad fue doloroso. Y después vendría la Cóndor.