En los rincones de los cuartos de guerra de las campañas políticas de la era anterior a la Internet, aquellos personajes eran una pieza clave.

Carentes de escrúpulos, ponzoñosos, sinvergüenzas, conocían o inventaban intrépidamente la vida y obra de otros.

Hábiles para esparcir borregos (rumores falsos) en grupos de café, cantinas o cualquier sitio de encuentro social, o a través de pasquines (escritos anónimos) que tapizaban las plazuelas al amanecer de cualquier día, su función era fundamental.

Ellos hacían lo que hoy llamamos guerra sucia a través de la propaganda marginal.

Las acusaciones preferidas por los autores materiales e intelectuales (de quienes pagaban) giraban en torno a la vida amorosa o sexual de la persona, a supuestos fraudes y traiciones, a calumnias de todo tipo.

Con el desarrollo de las tecnologías y el paso de los años, la guerra sucia evolucionó a niveles insospechados hasta convertirse en lo que hoy padecemos y poco comprendemos.

Los procedimientos y los objetivos son similares, en el fondo: utilizar el anonimato y degradar a otros.

Las redes sociales y la multiplicación de sitios de Internet, alimentados en muchos casos por auténticos ejércitos de Bots y Trolls, permiten la multiplicación de los golpes sucios y la entronización del engaño como recurso para atacar cobardemente.

Han constituido el Reino del Troll.

Las fake news (la desinformación) que generan invaden ya, y enferman, el cuerpo de la democracia cual metástasis.

Una simple nota o un –aparentemente- inofensivo Meme destruye la honra y la fama de cualquiera en un instante, prácticamente a la velocidad de la luz.

En los orígenes del Marketing Político, las estrategias de campaña eran simples: ensalzar la obra del gobierno y la plataforma ideológica y los principios de su partido: bosquejar un programa de gobierno que respondiera a lo que la gente deseaba escuchar (demagogia pura), explotar las necesidades de la gente y regalarles despensas o baratijas y, por último, trazar una ruta crítica de difamación pública próxima al tradicional primero de julio para sepultar en estiércol o lodo al contrincante, aun con el peligro de que una andanada de golpes bajos, cual bumerang, regresara de inmediato en contra. ¿Cómo en 2018? Ya veremos.

En resumen, la evolución de los mecanismos y los propósitos de la propaganda marginal a lo que hoy vemos masifica la infamia, naturaliza la calumnia y el engaño como recurso ‘normal’ de lucha política y, aun peor, hace que la cobardía y la bajeza sustituyan al debate y la discusión ideológica.

Frente a esto, sobre todo entre los usuarios que navegamos en el ciber espacio desde su origen sin la malicia requerida-, de alguna manera con candidez, no sabemos qué hacer.

Lo más práctico es advertir a la comunidad de la presencia de un Troll, cuando se detecta, y solicitar que no interactúen con él, ni hagan caso, ni respondan a sus provocaciones, conscientes de que son seres dedicados a provocar o confundir.

Hay que entender que no se trata de personas que sientan vergüenza o culpa y que no actúan como lo hacen porque tienen mal humor o porque viven un mal día, sino, simplemente, su naturaleza Troll los mueve únicamente a estar chingando.